EL ROSTRO SUBLIME DE LA BELLEZA. EL SÍNDROME DE STENDHAL Y LAS NEURONAS ESPEJO

La Belleza Absoluta aniquila, hipnotiza, actúa sin medida. A veces asusta. Según el poeta Khalil Gibran, la Belleza es una fuerza que golpea el miedo, que golpea en un punto libre de toda voluntad. Hay un tipo de Belleza que se caracteriza por la categoría estética de lo sublime, que, con su rostro de Medusa, petrifica y asusta a quien la contempla, y que ha encontrado en el arte su dimensión más impactante. Ante lo sublime que emana de una obra de arte, uno puede sentirse abrumado, víctima de un poder desconocido y alienante que puede generar estados de éxtasis y alucinaciones, dando lugar al famoso síndrome de Stendhal. Su nombre deriva del seudónimo del escritor francés Marie-Henri Beyle, quien describió por primera vez el sentimiento de turbación que le invadió al admirar, en el interior de la Basílica de Santa Croce, el fresco de las Sibilas de Volterrano en la Capilla Niccolini:

«‘La marea de emociones que me invadió fluyó tan profundamente que es difícil distinguirla del asombro reverencial. Absorto en la contemplación de la sublime belleza, la vi de cerca, por así decirlo la toqué. Había llegado a ese punto de emoción en el que confluyen las sensaciones celestiales del arte y los sentimientos apasionados. Al salir de Santa Croce, mi corazón latía con fuerza, la vida en mí estaba agotada, caminaba con el temor de caer.

La psiquiatra italiana Graziella Magherini ha dado a este torrente de emociones desbordantes ante una obra maestra artística el nombre de síndrome de Stendhal, explicándolo como una especie de shock por vergüenza artística que resulta de contemplar tantas obras de gran belleza de una sola vez en un corto espacio de tiempo. Es evidente que, sea cual sea la forma en que se entienda, la Belleza tiene el efecto de implicar a todo aquel que se enfrenta a ella, suscitando una amplia gama de emociones que llegan hasta el aturdimiento y el miedo, pero que sin embargo implican una participación activa del espectador con lo que está observando.

Pero, ¿cómo podemos reconocer la belleza de una obra de arte? ¿Por qué nos sentimos embelesados, involucrados y arrastrados por temas no figurativos y abstractos, hasta el punto de que algunos experimentan el síndrome de Stendhal? ¿Es posible explicar la experiencia estética y el flujo de emociones que desencadena desde un punto de vista científico? De hecho, en las últimas décadas se ha desarrollado una importante línea de investigación, la de la neurociencia aplicada a la estética, que intenta dar respuestas científicas a estas cuestiones.

El punto de partida de estos estudios híbridos entre ciencia y arte fue el descubrimiento de las llamadas «neuronas espejo» en los años 90 en los laboratorios de fisiología de la Universidad de Parma por un equipo de neurocientíficos dirigido por los investigadores Giacomo Rizzolatti y Vittorio Gallese. Se trata de una clase particular de neuronas en la corteza motora del cerebro que se activan por imitación cuando ven a otra persona realizar un gesto. En esencia, estas células nerviosas reflejan, como un espejo, lo que ven en el cerebro de los demás. Este importantísimo descubrimiento ha permitido dar una explicación científica a una característica psicológica de la mente humana, la empatía, que es precisamente la capacidad de identificarse con los demás, de sentir con los otros, según la etimología griega del término empatheia. Por otra parte, la experiencia estética también se basa en una relación empática entre el usuario y la obra de arte: concretamente, lo que nos impulsa a detenernos en un cuadro, una melodía, una escultura, es ese quid, ese «algo» que atribuimos a la Belleza, que nos implica, nos atrae, nos hace entrar en la obra, nos vincula de algún modo a lo que estamos observando.

La hipótesis que han formulado los neurocientíficos es que cuando algo bello -sea una obra de arte o natural- nos atrae y provoca una emoción, nuestro cuerpo entra en un estado de resonancia motriz y empatía que nos hace experimentar en nuestra piel las expresiones físicas y emocionales que representa. De hecho, la experiencia estética es sinestésica, pues implica a todos nuestros sentidos, como si se tratara de una simulación encarnada. Para demostrar esta hipótesis, el equipo del profesor Rizzolatti realizó en 2007 un experimento en el que se presentaban a voluntarios imágenes icónicas de esculturas clásicas y renacentistas, como los Bronces de Riace o la Venus de Botticelli, consideradas universalmente como modelos de belleza ideal, mientras se registraba su actividad cerebral mediante resonancia magnética funcional. Aplicando un algoritmo, los neurocientíficos alteraron el equilibrio y la proporción de estas imágenes, haciéndolas menos bellas.

Al comparar la actividad cerebral cuando los voluntarios miraban imágenes con sus proporciones canónicas, y por tanto bellas, con las que eran desproporcionadas, se observó que cuando una obra de arte es llamativamente bella, se «encienden» varias zonas del cerebro, entre ellas la ínsula, que es la misma que se activa cuando experimentamos los estados emocionales de los demás, es decir, cuando sentimos empatía. Este experimento nos permite decir que reconocemos la Belleza porque empatizamos con la obra y el tema que representa. Por ejemplo, cuando observamos La Incredulidad de Santo Tomás de Caravaggio, nos sentimos atraídos por la obra porque al ver el dedo del santo introduciéndose en la herida de Cristo, se activan las zonas táctiles de nuestro cerebro y nos identificamos cuerpo y mente, según un proceso que el profesor Vittorio Gallese denomina embodiment. Si luego nos sumergimos en una sala de museo excepcionalmente rica en obras maestras, nuestras neuronas espejo se exponen al riesgo de una sobreestimulación que puede provocar el síndrome de Stendhal. Esto ocurre no sólo ante la belleza de las obras de arte, sino también al observar espectáculos naturales como un paisaje, una puesta de sol, la cara de un niño sonriente.

Pero cuando la obra es abstracta, ¿qué ocurre en nuestro cerebro? ¿Cómo captamos su belleza? Una vez más, el equipo de neurocientíficos dirigido por el profesor Gallese, en colaboración con el historiador del arte David Freedberg, de la Universidad de Columbia, ha buscado una respuesta a esta pregunta mediante un experimento similar al del profesor Rizzolatti. A un grupo de voluntarios de diferentes orígenes sociales y culturales se les mostraron reproducciones de lienzos de Lucio Fontana, que sólo algunos de ellos conocían, alternadas con una imagen modificada en la que el corte se sustituía por una línea que actuaba como «estímulo de control». Los resultados de este estudio mostraron que al mirar los lienzos del artista todos los sujetos respondían activando el mecanismo de las neuronas espejo, es decir, con empatía. Esto se debe a que las huellas que deja el gesto del artista activan nuestro cerebro exactamente igual que si lo realizáramos nosotros mismos, o como si reviviéramos la emoción contenida en ese gesto.

A la luz de estos estudios, la experiencia de la Belleza parece ser un proceso mucho más profundo de lo que podemos imaginar, enraizado en el cuerpo y la experiencia de cada uno de nosotros. Por otra parte, Stendhal ya había sugerido que «la Belleza es una promesa de felicidad», como para subrayar el carácter intuitivo, subjetivo y emocional de la Belleza, a la que sólo se puede acceder a través de los propios sentimientos.